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Internacional

Día Mundial del Hábitat. No más lucro! Por nuestro derecho a la tierra, a la vivienda y a la ciudad


 

En los últimos años, documentos de todo tipo no se cansan de repetir un hecho sin precedentes: por primera vez en la historia de la humanidad la mitad de la población global del planeta, unos 3 mil 400 millones de personas, vive en ciudades. Se espera que en cuarenta años ese porcentaje llegue a las tres cuartas partes, por supuesto con muchas diferencias entre regiones y países.

La tendencia a la concentración de la población no sólo no se cuestiona sino que se presenta como irreversible, y se insiste en hablar de nuestro "futuro urbano". Visiones pendulares, extremas, que no alcanzan para explicar bien la realidad que nos rodea: de los aforismos que hacen apología de la vida en las ciudades y su rol en relación a las áreas rurales como "motores del desarrollo" o "imanes de esperanza", a la apocalíptica denuncia de que vamos camino a tener un "planeta de tugurios". En ambos casos, poco se dice de la responsabilidad diferenciada de los actores sociales, de la relación entre el mundo urbano y el rural, y de los matices y posibilidades para transformar el proceso.

La concentración del poder económico y político, ciertamente agravado a partir de la dogmática y reiterativa aplicación de las salvajes políticas neoliberales surgidas del Consenso de Washington, es un fenómeno de explotación, despojo, desigualdad, exclusión y discriminación cuyas dimensiones espaciales son claramente visibles: ciudades duales, de lujo y miseria, vecinas y amuralladas; miles de inmuebles vacíos y miles de personas sin un lugar decente donde vivir; tierra sin campesinos, sometidas a agro-negocios, privatización y acumulación acelerada y concentrada en pocas manos de los bienes comunes y la riqueza generada colectivamente. Muchas décadas de falta de apoyos a la producción familiar rural en pequeña escala y propaganda cada vez más agresiva que ensalza el consumismo urbano siguen expulsando a millones de mujeres y hombres jóvenes de sus lugares de origen y dejándolos sin opciones viables.

            Las condiciones y reglas que nuestras sociedades han creado están condenando a la mitad de las y los habitantes del mundo a vivir en absoluta miseria, mientras la desigualdad crece tanto en el norte como en el sur. En algunos países de América Latina y África los asentamientos populares y precarios son hogar de más del 60% de la población.

Lo que encontramos en el territorio es consecuencia de acciones y omisiones de diversos actores (las decisiones tomadas por pequeños grupos afectan la vida de las mayorías); pero, al mismo tiempo, es posibilidad y condición para la reproducción y/o transformación de procesos y relaciones sociales complejas, para la profundización o la disminución de las desigualdades económicas, sociales, políticas y culturales que tienen a nuestras sociedades partidas en dos.

¿Qué oportunidades estamos ofreciendo a las y los jóvenes si el 85% de los nuevos empleos a nivel global se crean en el llamado sector informal de la economía? ¿Qué clase de ciudadanos y de democracia están produciendo estas macro políticas y sus consecuencias territoriales? La ciudad-negocio para unos pocos vale más que el derecho a la ciudad para tod@s. El apartheid, en sus varias dimensiones, sigue visiblemente vigente entre nosotros.

No es una novedad para nadie que, especialmente en los últimos 30 años, muchos gobiernos han prácticamente abandonado su responsabilidad frente a la planea planeación urbano-regional, permitiendo una especulación escandalosa y la acumulación de ganancias exponenciales de parte del sector inmobiliario. Al mismo tiempo, las políticas vigentes ignoran o incluso criminalizan los esfuerzos individuales y colectivos de la población de menores ingresos por obtener un lugar digno donde vivir. Según afirman diversos estudios, entre el 50 y el 75% de los espacios habitables -no sólo viviendas sino incluso barrios enteros- del sur del mundo son resultado de las iniciativas y esfuerzos de la gente, sin o con muy poco apoyo de los gobiernos y otros actores sociales.

Hace ya mucho tiempo que venimos hablando de la urgente necesidad de una reforma urbana, solidaria de la reforma agraria. Los principales componentes de nuevos paradigmas y prácticas sociales alternativas de producción y disfrute de los asentamientos humanos, democráticos, incluyentes, sustentables, productivos, educadores, habitables y seguros, han sido parte de los debates, propuestas y experiencias concretas de movimientos sociales, redes nacionales e internacionales, sindicatos, profesionales y técnicos, instituciones académicas y activistas de derechos humanos en diversos países en los últimos 50 años.

Miles de personas y decenas de organizaciones y redes han participado de los debates, elaboración, firma y difusión de la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad y la Declaración de los Derechos de Campesinas y Campesinos, evidenciando no habrá derecho a vivir dignamente en las ciudades sin el derecho a vivir dignamente en el campo. Considerando que esas categorías no son estáticas -y hoy más que nunca se están viendo cuestionadas por yuxtaposiciones y mixturas varias-, el derecho a la ciudad nos obliga a mirar el territorio y los lugares donde vivimos de una manera más integral y compleja. Los fenómenos ambientales (ecosistemas, cuencas, climas, etc.), sociales (migraciones), económicos (circuitos de producción, distribución, consumo y desecho), políticas (marcos legales, políticas y programas) y culturales (idiomas, tradiciones, imaginarios) entretejen relaciones y procesos que los vinculan estrechamente. Nuestras luchas no pueden ser cómplices de una visión dualista que los mantiene separados y enfrentados, en una relación que es más de competencia y explotación que de complementariedad y equilibrio.

Debemos retomar y profundizar esta perspectiva si queremos que la reforma urbana avance como propuesta de cambio de paradigma frente a lo que muchos no dudan en llamar una "crisis civilizatoria". Tal y como lo estamos planteando, creemos que los valores y propuestas que contiene el derecho a la ciudad presentan varios puntos en común con las cosmovisiones milenarias del buen vivir que han cobrado particular relevancia política y programática en la última década. Así, ambas propuestas ponen a los seres humanos y las relaciones entre sí y con la naturaleza (entendidos como parte de ella, y ella como algo sagrado) en el centro de nuestras reflexiones y acciones; consideran la tierra, la vivienda, el hábitat y la ciudad como derechos, no como mercancías, priorizando la función social de la propiedad y el bien común definido colectivamente, contra la especulación, el acaparamiento y los megaproyectos; profundizan la concepción y el ejercicio de la democracia, no sólo representativa sino también y sobre todo directa, participativa y comunitaria; impulsan los derechos colectivos y no sólo los individuales; conciben y alimentan un hábitat productivo y una economía para la vida y para la comunidad, y no para las ganancias de unos pocos; ejercitan la complementariedad y la solidaridad, no la competencia salvaje; respetan, fomentan y garantizan la multiculturalidad y la diversidad, contra la discriminación y la imposición de modelos homogeneizantes.

Ni las personas ni el planeta aguantan más. Está claro que es necesario un cambio radical en los modos de producir, distribuir y consumir, pero también en los referentes simbólicos y los valores que rigen nuestra vida en sociedad si de verdad queremos hacer posible el buen vivir para tod@s en nuestras ciudades, pueblos y comunidades.

Lorena Zárate

Presidenta de HIC

1° de octubre de 2012





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