Por DESCO
La ingravidez es la experiencia de personas y objetos durante la caída libre. También de países como el nuestro, en donde pareciera haberse extinguido la política, en medio de una rápida desaceleración del crecimiento económico y la multiplicación de los conflictos sociales que, en sí mismos, no debieran ser problemas, sino datos de la realidad.
Sin embargo, sí es problema que el gobierno no muestre aptitud alguna para conducir la economía y los conflictos sociales sino a buen puerto, al menos a refugios temporales que permitan asegurar el menor daño posible. Simplemente, hace tiempo agotó su capacidad de reacción, si alguna vez la tuvo, y solo parece esperar que el sueño de la gran transformación convertido en pesadilla, termine lo más pronto posible.
Próximos a la sensación de ingobernabilidad, surgen especulaciones acerca de ollantazos y vacancias que no prosperan solamente porque si al gobierno le va muy mal, a la oposición le va peor. Unos paralizados porque a cada intento de movimiento salta la pus por todos sus costados y otros –las izquierdas– porque les cuesta reaprender a hacer política.
Pero, no confundamos el zafarrancho de combate con inmovilismo. En estos casos, sucede algo más delicado: los movimientos reflejos que ilusionan al moribundo con la vitalidad. Uno de ellos, sintomático, ha sido el denominador común de todos nuestros gobiernos en los últimos 35 años, luego de «re-inaugurar» nuestra democracia en 1980: el agente extranjero que subvierte el orden por intereses que no son los de la patria.
Belaunde buscó insistentemente europeos del este en Ayacucho. Al no encontrarlos se consoló con las franelas rojas que usaba la ONG Centro Labor, en Pasco, para limpiar de polvo a las obras de Mariátegui que tenía en sus anaqueles, pruebas indubitables de lucha armada y terrorismo para el segundo belaundismo. García envió a Rómulo León Alegría –nada menos– a Puno, en 1986, para acusar a los partidos de izquierda de «acceder a fondos de la cooperación internacional para subvencionar la lucha armada».
La SECTI de Fujimori nos mostraría un rosario de estas situaciones, especialmente con las organizaciones de derechos humanos (recordemos su proyecto para limitar el sueldo de los profesionales de ONG a 2 o 3 sueldos mínimos vitales); con Toledo destacó su congresista Celina Palomino, y García, nuevamente, amagó varios intentos especialmente luego de Bagua.
Este recurso tan gastado y evidentemente efectista, vuelve a ser utilizado por el gobierno actual, alucinando que es una de las medidas que debe tomar para controlar los denominados conflictos socio-ambientales. El 25 de mayo, la Agencia Peruana de Cooperación Internacional (APCI) anunció que había conformado grupos de trabajo que viajarían a las regiones con «altos índices de conflictos sociales» con el objetivo de supervisar los proyectos ejecutados por las organizaciones no gubernamentales (ONG) de desarrollo.
Advirtió que quedarían fuera del registro de esta entidad las ONG y las Entidades e Instituciones Extranjeras de Cooperación Internacional (ENIEX) que no hayan sometido a supervisión el uso que le dan a los recursos que reciben de la cooperación internacional, y aquellas que no hayan presentado la Declaración del Informe Anual de Actividades y un Plan Anual de Actividades para el año de inicio. Más aun, la directora ejecutiva de APCI, Rosa Herrera Costa, invocó a la ciudadanía que apoye esta acción planteando sus denuncias vía telefónica o electrónica. Es hasta cierto punto explicable que políticos y autoridades en busca de chivos expiatorios elijan una vez más como blanco a las ONG, pero esa actitud es inaceptable e inexcusable en un organismo especializado como APCI, que conoce muy bien a estas instituciones.
Frente a ello, como señala el comunicado de la Asociación Nacional de Centros (ANC), el gobierno debe recordar que en el Perú existe un clima de alta conflictividad social que no es responsabilidad de las ONG, e intentar buscar culpables, impide entender la profundidad del problema y conduce a falsas soluciones.
Continúa: «Los conflictos revelan un serio problema de falta de legitimidad de las instituciones del Estado, que debe corregirse a fin de que los ciudadanos puedan canalizar sus demandas y preocupaciones a través de ellas». Ojalá se tenga en cuenta esto.
El problema no es Grufides, la Red Muqui o Coperacción; es un Estado que en más de una década no pudo construir un aparato mínimo para gestionar adecuadamente los conflictos, bajo el imperio de la ley. En esta materia, no podrá negarse la importante colaboración de la cooperación internacional, que solo la desidia de los últimos gobiernos evitó que se expresara en mejores intervenciones. Sería necesaria una clara y contundente rendición de cuentas en este sentido y dejar de lado el cansino y periódico señalamiento a las ONG que, hasta donde se conoce, jamás ha terminado en denuncias concretas y probadas de instituciones promoviendo conflictos o fomentando la violencia.