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México. "Palo Alto, la comunidad mexicana
que se resiste a los corporativos"




Tendiendo la ropa en la cooperativa de vivienda Palo Alto en Ciudad de México.
La comunidad fue fundada en 1972 por trabajadores de las minas de arena.
Fotografía: Adriana Zehbrauskas para The New York Times

Publicado originalmente en nytimes.com (13 de junio de 2017)

Por Elisabeth Malkin

CIUDAD DE MÉXICO — Al anochecer, las luces en las torres de oficinas que se asoman sobre las filas de casas de dos pisos en la cooperativa de vivienda Palo Alto proyectan su brillo sobre las familias reunidas en los patios que conversan sobre lo ocurrido en su día, compran un helado o juegan con un balón.

A la hora del almuerzo, los empleados de las oficinas corporativas bajan en el elevador y luego caminan algunos cuantos pasos hasta el arco de la entrada de Palo Alto, camino a las fondas administradas por las familias que viven ahí.

Hasta 2000 personas viven en casas pintadas con colores vivos que llenan calles ordenadas en la comunidad. Fotografía: Adriana Zehbrauskas para The New York Times

Al límite sur de la comunidad, un poco más allá del campo de fútbol, está planeado que se construyan nuevas torres habitacionales y de oficinas con vigilancia. Dejarán tan encerrado el pequeño asentamiento de Palo Alto que este parecerá solo un recuerdo en la incesante expansión urbana de Ciudad de México.

“Siempre ha sido latente el deseo de que dejemos de existir”, dijo Gloria Valdespino, de 66 años, una maestra jubilada que siempre ha vivido en Palo Alto.

Los orígenes de la comunidad y las amenazas a su futuro ofrecen un breve recuento de la historia moderna de Ciudad de México.

Hombres de negocios provenientes de las oficinas cercanas comiendo en Comedor Chonita, uno de los restaurantes más antiguos de la Cooperativa Palo Alto.
Fotografía:
Adriana Zehbrauskas para The New York Times


Todo comenzó con migrantes rurales que convergieron en las afueras de la ciudad en la década de los treinta en búsqueda de trabajo, ganando apenas lo suficiente para evitar el hambre, y cuya lucha por una vivienda evolucionó durante un momento de mucha organización social en los años 60 y 70.

“Palo Alto es un caso emblemático de la lucha para el derecho a la ciudad”, dijo Enrique Ortiz, el arquitecto quien encabezó el diseño de la comunidad. “Es un derecho de todos, no solo de los que pueden pagarlo”.

Sin embargo, la implementación por parte de México de una versión rígida de la economía de mercado libre durante los años 90 y la falta de planeación urbana por parte de las autoridades de la ciudad permitieron que fueran los desarrolladores de vivienda quienes establecieron los términos para el crecimiento de la ciudad hacia los cerros.

Habitantes de Palo Alto ensayando un baile para una fiesta de cumpleaños.
Fotografía: Adriana Zehbrauskas para The New York Times

Más de 40 años después de la fundación de Palo Alto, sus más de 4,6 hectáreas albergan a más de 2000 personas, que viven en casas pintadas de colores vivos sobre calles ordenadas que llevan hacia una pequeña plaza, una iglesia y un centro comunitario.


No obstante, años de peleas han dejado cicatrices. La comunidad está en un limbo legal y sus fundadores están envejeciendo. Algunas casas están abandonadas y derrumbándose, y lotes baldíos que han sido reservados para construir nuevas viviendas para familias jóvenes están llenas de escombros. Detrás de la situación están, una vez más, los desarrolladores, que los intentan convencer de irse con la promesa de grandes cantidades de dinero, una tentación que divide a la comunidad de clase trabajadora.

Una familia en la cooperativa: Fabiola Cabrera con su esposo, Luis Márquez, y los hijos de la pareja, Ehécatl, en la bicicleta, y Olin. Fotografía: Adriana Zehbrauskas para The New York Times


También existe la preocupación de que una generación más joven perderá el sentido de la solidaridad de Palo Alto. “La mayoría de los hijos de socios están en una zona de confort”, dijo uno de ellos, Fabiola Cabrera, de 33 años. “Nosotros no tuvimos que luchar, escarbar”.

Ella y su marido, Luis Márquez, abogado de 35 años, lideran un esfuerzo para revitalizar una nueva generación de la cooperativa.

“Todos somos dueños de lo mismo”, dijo Márquez, quien ha emprendido la lucha legal a favor de la cooperativa y tiene planes ambiciosos de construir en los terrenos baldíos y establecer talleres de herrería y carpintería para los habitantes. “Es una alternativa a la idea de propiedad privada”.

Los orígenes de Palo Alto datan de 1940, cuando familias del campo llegaron a trabajar en las canteras de arena y construyeron chozas en el lugar; le pagaban renta al dueño. Algunas personas incluso vivieron en cuevas creadas por las explosiones de dinamita.

Niños jugando en una estrecha calle de Palo Alto.
Fotografía:
Adriana Zehbrauskas para The New York Times

“Éramos pobres, pero no había envidia de nada”, dijo Artemio Ortega, de 68 años, al recordar la ropa parchada que usaba y las sandalias que su padre hizo con llantas viejas.

Sus recuerdos de la infancia también están impregnados con las tradiciones de los migrantes rurales, incluido el gusto por el pulque, una bebida fermentada elaborada a partir de la savia del agave. Es un vicio que el padre de Ortega tenía “arraigado”, dijo.

Ortega dejó la escuela para trabajar y estudió solo hasta segundo de primaria. Su esposa, Carmen Campos, de 59 años y quien nació en una familia con ocho hermanos, comenzó a trabajar como empleada doméstica a los 12 años. Actualmente, la pareja administra un comedor muy visitado.


Edificios altos de oficinas sobre Palo Alto. Fotografía: Adriana Zehbrauskas para The New York Times

El gobierno cerró la cantera en 1969 y los dueños ordenaron a los trabajadores y a sus familias que se fueran, en espera de vender la propiedad como parte de la colonia de clase alta Bosques de las Lomas.

Pero las familias recibieron ayuda de padres adinerados de hijas que asistían a un convento cercano, el cual tenía una escuela primaria para los hijos de los trabajadores. Varios de los padres tenían contacto con funcionarios importantes de la ciudad.

A la par, el sacerdote y activista Rodolfo Escamilla, influenciado por la teología de la liberación, comenzó a organizar la comunidad como una cooperativa.

Escamilla fue asesinado en 1977; nunca se encontró a los responsables. Un mural del religioso adorna una pared en Palo Alto, comunidad que celebra cada año el cumpleaños del sacerdote.

Dos años después, con varias negociaciones con las autoridades de por medio y tras un enfrentamiento con el dueño del predio —cuyo reclamo, según Ortiz, no era válido— la ciudad se apoderó del terreno.

Una noche de verano, Caritina García, en ese entonces madre de dos niños pequeños, y otras mujeres se enfrentaron a los policías que habían sido enviados por el dueño de la cantera. “Aventaron gas lacrimógeno, pero aun así no nos pudieron sacar”, dijo García, ahora tiene 67 años. “Nunca regresaron”.

“Teníamos derecho” a la tierra, dijo García. “Estuvimos pagando renta todo el tiempo”. En algún lugar de su cuarto todavía conserva todos los recibos de arrendamiento.

En 1973, la Cooperativa Palo Alto tomó posesión de la propiedad, al acordar pagar uno por ciento del precio al que se vendían los terrenos en la colonia vecina.

“Escamilla dijo que todos eran líderes, pero las mujeres eran las que llevaban una gran parte del proceso”, dijo Ortiz.
Eso aunque en la década de los 70, las mujeres tenían pocos derechos legales, y todos excepto unos cuantos de los 247 fundadores eran hombres. Algunos firmaron el documento de fundación solo con su huella digital.

Administrar la propiedad como cooperativa les ofrecería un muro de protección contra la especulación de los bienes raíces, según el razonamiento del padre Escamilla. Todas las decisiones eran tomadas en una reunión semanal a la que acudían los socios.

Con la posesión del terreno asegurada, Ortiz encabezó a un equipo de planeadores y arquitectos idealistas quienes diseñaron una comunidad contenida: un mismo camino para ingresar o salir de Palo Alto, para evitar que los especuladores trataran de quitarles pedazos alrededor de los límites.

Entre los arquitectos estaban también un joven chileno y un exiliado uruguayo. Era un esfuerzo para impulsar la mentalidad de la izquierda en la región.

Cada casa tenía un mismo plano, con opciones para expandirse conforme las familias crecían. Con poco dinero para pagar a los obreros, Ortiz diseñó paneles de construcción de ladrillos y cerámica que podían elaborar las mujeres y niños. Ls casas fueron construidas durante los siguientes años y se estableció así la comunidad.

En los años noventa comenzó el desarrollo de las torres del complejo de oficinas Arcos Bosques, situado junto a Palo Alto, pero la cooperativa rechazó una oferta para vender terrenos.

Palo Alto sigue siendo un pueblo pequeño, con partidos de fútbol que se juegan los domingos y festividades en la plaza. Las calles son seguras.

“Lo destacable es cómo es posible vivir en esta ciudad tan capitalista con una buena calidad de vida sin tener muchos recursos”, dijo Virginia Negro, quien escribe una tesis para doctorado sobre Palo Alto.

Sin embargo, hace dos décadas comenzó un conflicto que continúa hasta la actualidad, cuando cerca de 40 socios de la cooperativa exigieron el derecho a vender su propiedad. Los disidentes, como son conocidos, demandaron.

Una decisión judicial de 2015 garantizó el derecho a la vivienda de los habitantes de Palo Alto. Pero para que los disidentes puedan vender, primero el resto de la cooperativa debe comprarles su parte, a un costo que Márquez calculó en más de un millón de dólares.

La mayoría de quienes crecieron en Palo Alto y surgieron de su pobreza atesoran la cooperativa.

Conforme caía la noche alrededor de su fonda, Ortega terminó su relato. Pero Campos tuvo la última palabra.

“La historia de Palo Alto es una perla”, dijo ella, “y alguien tiene que pulirla más”.





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